El monstruo puede despertar en el momento menos pensado. Ya te avisan
cuando terminas la terapia, que nunca bajes la guardia, que esto no se cura,
sino que simplemente se convive con ello aletargado en algún punto
indeterminado entre las neuronas y las costillas y el estómago. Bueno, esto
último no te lo dicen así, tal cual, pero es como yo me lo imagino y lo siento.
Así son los trastornos alimentarios. Como decía, el monstruo puede despertar en
el momento menos pensado. El mío lo hizo hace dos o tres semanas, en una visita
al médico para algo que no tiene nada que ver con mi trastorno adolescente. De
hecho, mis médicos actuales ni siquiera saben que fui anoréxica. En fin. El
médico me pesó, y pesarse es algo tabú para mí desde hace muchos, muchos años.
No importa que saliera de terapia, no importa que ya estuviera bien. Yo no me
peso, o al menos no a mitad del día, vestida y delante de otra persona que
pueda juzgar ese peso. Yo me peso muy raramente, y cuando lo hago es siempre
recién levantada, desnuda, y cuando pienso que mi peso no va a superar el
número que me hará sentir mal. Podría haberle dicho al médico que no quería
pesarme, o que me pesara pero no me dijera cuánto peso. Pero eh, yo ya estoy
recuperada desde hace años, quiero sentirme funcional y no quiero que este
hombre piense que hay algo jodido en mi cabeza.
Pues sucedió que el médico me pesó, después de comer y con ropa (sin
zapatos, eso sí), y el número que salió era un kilo más alto de lo que yo
pudiera estar dispuesta a permitirme. UN KILO. UN PUÑETERO KILO. Que podría ser
por la ropa, porque era después de comer, o simplemente porque sí. UN KILO. Sí,
sé racionalizar y sé que no es para tanto. Pero en fin. Salí de la consulta
pensando y sintiendo ese puñetero kilo. Lo comenté con mis amigos y mi familia,
como para quitarle importancia, “¿Pues sabes que me han pesado hoy y resulta
que estoy lo más gordita que he estado nunca? Jeje”. Pero aunque intentara
racionalizarlo y silenciarlo, el monstruo había despertado.
Hace varias semanas de eso, tal vez ya un mes. Desde entonces me he
encontrado evitando los carbohidratos para merendar y culpándome por no comer
toda la fruta que según mis estándares debería estar comiendo. Me he sentido
culpable al comer patatas con la cena. He tomado té sin azúcar y sin leche a
pesar de querer un café con leche y azúcar, convenciéndome de que realmente era
lo que me apetecía. Pero no nos engañemos, un té sin leche y sin azúcar tiene cero
calorías. Cero culpabilidad. Y eh, soy feminista. Estoy súper concienciada de
que mi cuerpo es un campo de batalla, de que el patriarcado me está
bombardeando para hacerme desaparecer. Pero eso no ayuda. Eso te hace sentir aún
más culpable. Culpable por estar comiendo cuando tu cabeza te dice que no lo
hagas; culpable por sentirte culpable por comer cuando sabes que es el monstruo
quien habla; culpable por escuchar la voz del monstruo a pesar de tus
convicciones feministas. Una espiral sin fin de culpa y malestar.
Anoche me metí en la cama y lloré. Lloré porque me sentía horrible, lloré
porque durante semanas he estado pensando que tenía que hacer algo con mi pelo
y con mis uñas y con mi piel y con mi ropa y anoche me di cuenta de que ese no
era el problema. Es curioso cómo mi mente ha sido capaz de codificar ese kilo
de más para engañarme: en vez de hacerme sentir GORDA, sin más, lo cual podría
detectar rápidamente como un síntoma de recaída en la anorexia, me hacía sentir
incómoda con mi cuerpo, pero de otras maneras supuestamente no relacionadas con
mi peso. Me estoy dejando crecer el pelo, así que me miro en el espejo y siento
lo inadecuado de la fregona que me cuelga de la cabeza ahora mismo, que todos
por supuesto están juzgando. Me miro las uñas, vírgenes, y siento la necesidad
extrema de irme a un centro de manicura para que hagan algo con ellas, tan
feas, tan vulgares, tan poco cuidadas. Mi ropa me parece desfasada, atascada
indefinidamente en una adolescencia demasiado larga que ya hace años que pasó,
pero que mi situación vital/laboral/social no me permite ni me invita a abandonar
del todo. Tengo un par de granos en la cara, así que en vez de pensar que es
porque he estado con la regla mejor pensar que es por tomar demasiado azúcar, y
lamentarme por no tener el dinero para ir a hacerme una limpieza de cutis que
me deje una piel impoluta. Pero anoche, llorando en mi cama, me di cuenta de
que todo venía de UN PUTO KILO DE MÁS. El monstruo ha despertado, y es tan
inteligente que sabe disfrazarse de pelo apagado, de uñas vulgares, de ropa
inadecuada.
Me gustaría decir que ahora que lo he identificado se ha acabado el
problema. Pero ya me lo dijeron muchas veces en terapia hace ya muchos años:
los trastornos alimentarios no tienen que ver con tu cuerpo, sino con tu
cabeza; nunca se curan, siempre están ahí, latentes; no bajes nunca la guardia,
no te confíes. Mi cuerpo es un campo de batalla, y la guerra que me toca luchar
es contra mí misma.
Caen bombas sobre Siria. Caen bombas sobre
Palestina. Bombardean Ucrania. Bombardean Nigeria. Bombardean Iraq. Disparan
bombas mediáticas en la dirección opuesta para que no veamos a los muertos;
sólo importa Occidente. Nos inoculan el miedo a bombas calóricas con
temporizador en nuestros ombligos esqueléticos para que no levantemos la cabeza
y así no podamos ver a los cadáveres que nos rodean; sólo importas tú.
Conviértete en esqueleto andante, debilítate hasta poder ignorar todos esos
cuerpos mutilados, todos esos cadáveres sin tumbas y todos esos muertos en vida
que no tuvieron el privilegio de poder elegir querer matarse.
Las opiniones que se publican no tienen por qué corresponderse con la de nuestra asamblea, pero vemos fundamental que podamos tener un espacio en el que expresarnos. Gracias por querer compartir con nosotras vuestras inquietudes y dar vida con ello a este blog, que tan sólo pretende acercar el feminismo y luchar contra el patriarcado.
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