Con 17 años yo no tenía mucha idea de
feminismo, tenía muy poca autoestima y unas ganas de descubrir el sexo que no
podía con ellas. Hablaba con mis amigas sobre lo maravilloso que sería probarlo
por mi misma; y aún siendo víctima confesa del amor romántico, tampoco soñaba
con un príncipe azul “que me desvirgase” (nótese las comillas, puesto que
actualmente no creo que ningún miembro fálico tenga tal poder sobre mí). Para
mí, una aventura de una noche con una persona respetuosa y empática me parecía
igual de lícita que una estancia llena de pétalos y velas con tu novio de toda
la vida. Está opinión, sin embargo, no
era muy aprobada por mis compañías de entonces, pero como con la mayoría de pensamientos
de aquella época, me la guardaba para mí. Quizás fue por eso que la culpa se
intensificó tantísimo.
Corría
el mes de Febrero cuando recibí una invitación para asistir a una fiesta de
cumpleaños en un pequeño local. La fiesta prometía, el entorno era seguro y mis
ganas de evadirme alcohólicamente de mi situación sentimental de aquel entonces
marcaron el sí definitivo.
El comienzo de la fiesta se desarrolló con normalidad, gente hablando y bebiendo, regalos y muchas risas, los cubatas volaban con ansia pero no con mayor asiduidad que otras noches. Los camareros eran guapetes y recuerdo mi interés por uno de ellos, con el que mi amiga y yo mantuvimos una ligera charla en la barra, tras la cual me sentí algo asqueada por su actitud chulesca. Dos bailoteos sobre la pista y BAM, el resto de la noche en blanco.
El comienzo de la fiesta se desarrolló con normalidad, gente hablando y bebiendo, regalos y muchas risas, los cubatas volaban con ansia pero no con mayor asiduidad que otras noches. Los camareros eran guapetes y recuerdo mi interés por uno de ellos, con el que mi amiga y yo mantuvimos una ligera charla en la barra, tras la cual me sentí algo asqueada por su actitud chulesca. Dos bailoteos sobre la pista y BAM, el resto de la noche en blanco.
Mi primer recuerdo al despertarme la mañana
siguiente fue mi vuelta a casa, recuerdo vagamente mis bamboleos de un lado al
otro de la acera, el frío, el sonido de mis sollozos y las convulsiones de mi
cuerpo con cada uno de ellos. Recuerdo también que una chica se acercó a
preguntarme si estaba bien y si necesitaba ayuda.
Intenté hacer memoria de lo sucedido mientras
me levantaba a examinar mi aspecto. Al intentar incorporarme sentí por primera
vez mi cuerpo con toda crudeza, la cabeza estaba a punto de explotarme, mi
cuerpo apenas respondía y me dolía más a cada paso. Jamás había tenido una
resaca así, a pesar de haber consumido las mismas cantidades de alcohol que
otras noches.
Seguí examinando mi cuerpo con detenimiento.
Al destapar mi torso, descubrí dos grandes moratones en sendos brazos, uno de
ellos abarcaba toda la mitad superior de mi extremidad. Seguí bajando por mi
cuerpo y descubrí algunos moratones más discretos repartidos por otras zonas.
Seguí y seguí… hasta que finalmente me di cuenta, una mancha de sangre en mis
bragas.
El recuerdo me vino como una jarra de agua fría:
un cuerpo abatiendo el mío, penetrándome hasta hacerme sentir el frío canto de
las escaleras en mi espalda; y a continuación, la visión de mi propio brazo
empujando a ciegas su hombro lejos de mí. 5 segundos que no se me borrarán de
la mente en la vida.
El resto de recuerdos vinieron con
cuentagotas: el cuerpo pertenecía al camarero chulesco, me había caído por las escaleras del local y
todo apuntaba a que me la hubiese metido sin condón.
El resto de datos me fueron aportados por los
asistentes a la fiesta los días siguientes, tras los cuales yo guardé casi
absoluto silencio. Me contaron que estuve desaparecida mucho rato. Descubrí que
mis amigas lo notaron muy enfadado cuando regresó al local (quiero creer que
mis escasos forcejeos en mis momentos de lucidez le impidieron correrse a
gusto dentro de mí). También averigüé
que la amiga que me acompañó en mi charla con él, había creído ver que nos
echaban polvos en la bebida, pero que no había dicho nada porque no quería
parecer paranoica; eso podía explicar la resaca.
Mi mente no quería creer lo que había pasado
y la culpa y la angustia se hicieron mis dos grandes amigas. Era yo la que
había dicho que quería “perder la virginidad”, era yo la que había querido
beber aquella noche, era yo la que en una primera instancia se había sentido
atraída por el camarero y tras 48h no había forma humana de probar la presencia
de droga en mi sangre, con lo que todo se reducía a una simple teoría. Sentí
que era MI culpa haberme salido del redil de la buena chica y sentí que aquella
mancha en mi ropa interior manchaba mi estigma, mi valía, mi memoria. Había
pasado a ser “aquella chica que perdió la virginidad borracha”, o lo que yo no
quería admitir, “aquella chica que había sido violada”.
Dos días después busqué consuelo en dos
compañeras de clase y les confesé lo sucedido. Una de ellas me abrazó y yo
esperé expectante la opinión de la otra chica,
puesto que al tener una estética punk, mi inexperiencia de aquel
entonces me llevó a pensar que sería una tía liberada y sin prejuicios. Ella me
miró impasible y me dijo “Hombre… ibas borracha, reconoce que tú te lo has
buscado”. Allí estaba la confirmación de todos mis temores y el comienzo de lo
que se convertiría en los peores meses de mi vida. Meses de huir del sexo, de
llorar con él y de forzarme a follar por aparentar que nada había pasado; meses
en los que construí una mala relación con mi sexualidad.
Me llevó muchos años dejar atrás la culpa, la
autoflagelación y el silencio. Mis relaciones sexuales aún transcurrido mucho
tiempo eran deprimentes y llenas de fantasmas (la cara de aquel chico me
acompañó muchos años). Mi introducción en el feminismo me hico llamarlo por su
nombre: Violación. Sea incómoda o no la palabra, es lo que sucedió, y me hizo
falta leer sobre la cultura de la violación para darme cuenta de que todo lo
que había sucedido no había sido por mi culpa. Doy gracias por tener grandes
compañeras de lucha que escucharon mi historia y me enseñaron la palabra. Una
palabra que escuece, incomoda, estigmatiza y aterroriza, pero que da una fuerza
arrolladora para derribar esos cimientos de mentiras que te has estado
repitiendo durante años. La angustia es inherente al recuerdo, pero cuando la culpa te abandona, te liberas.
Ahora escribo desde mi yo guerrera, la que no
quiere ser víctima, la que se ha cansado de sentirse rota, débil y sucia. Soy
consciente de que vivo en una sociedad que me inculca el miedo a caminar sola
de noche y ahora sé de sobras cuáles son las consecuencias; pero hace tiempo
tomé la decisión de no quedarme en casa y permitir que todo aquello a lo que
aspiraba se viese ultrajado por un gilipollas. Un falo no me define como
persona, no marca quién soy ni lo que represento; soy yo la que me defino con
cada acción, reflexión y elección que hago; soy Yo siendo Yo lo que me mantiene
viva.
Desde aquí animo a todas las víctimas de una
situación similar a la mía a alzar vuestras voces y hacer oír vuestras
historias, pero también a sentiros libres de no vivir una vida dedicada al
recuerdo de un único suceso; salid a la calle, cread nuevas historias y quemad
vuestros fantasmas con un buen bidón de gasolina.
Las opiniones que se publican no tienen por qué corresponderse con la de nuestra asamblea, pero vemos fundamental que podamos tener un espacio en el que expresarnos. Gracias por querer compartir con nosotras vuestras inquietudes y dar vida con ello a este blog, que tan sólo pretende acercar el feminismo y luchar contra el patriarcado.
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